Historia del pensamiento musical

Textos del Barroco y la Ilustración

Los textos siguientes aparecen organizados en cinco secciones. La primera hace referencia a la teoría de los afectos; incluye dos textos, uno de Giulio Caccini y otro de Claudio Monteverdi exponiendo sus ideas sobre la función de la música en cuando a «mover los afectos».

Las dos secciones siguientes muestras dos de las polémicas musicales de la época: la referente a la seconda prattica presenta el enfrentamiento entre Giovanni Artusi y Claudio Monteverdi sobre el nuevo uso de la armonía en los madrigales; la segunda, con textos de Jean Philippe Rameau y Jean Jacques Rousseau, es la conocida como querelle des bouffons, que enfrentó a los defensores de la música barroca con los de la nueva música del Clasicismo.

La sección basada en el concepto de la música como discurso muestra la postura de dos compositores que trabajaron juntos varios años: Johann Joachim Quantz y Carl Philipp Emanuel Bach; este último presenta opiniones ya prerrománticas.

Por último se incluye un texto de Immanuel Kant sobre el papel de la música entre las artes, en una primera muestra de lo que será la Estética como rama de la filosofía.

La teoría de los afectos

Giulio Caccini (1551-1618), Le nuove musiche (Florencia, 1602)

Giulio Caccini, cantante y compositor, ha pasado a la historia como uno de los iniciadores de lo que conocemos ahora como estilo barroco. En su juventud asistió a las reuniones de la Camerata del conde Bardi, en Florencia, donde, entre otros, intervenía Vincenzo Galilei, cuyas teorías influyeron decisivamente en Caccini y en Jacopo Peri, también cantante y compositor; ambos son los creadores de las primeras óperas, Dafne (1598), cuya música no se conserva, y Eurídice (1600). En 1602 Caccini publicó una colección de canciones para voz sola con bajo continuo, con el título de Le nuove musiche (Nuevas piezas de música); en ella se utilizan por primera vez el estilo recitativo y el bajo continuo, que serán características fundamentales de la época barroca. El texto siguiente pertenece al prólogo de esta obra.

Yo, realmente, cuando estaba en su apogeo en Florencia la virtuosísima Camerata del ilustrísimo señor Giovanni Bardi, conde di Vernio, donde acudía no sólo gran parte de la nobleza, sino también los músicos más importantes y los hombres ilustres, así como los poetas y filósofos de la ciudad, y puesto que la he frecuentado yo también, puedo decir que he aprendido más de sus sabios racionalistas que durante más de treinta años en el contrapunto. Pues estos entendidísimos caballeros me han animado siempre y convencido con razones clarísimas para que no alabe este tipo de música, que al no permitir que se entiendan bien las palabras, estropea los conceptos y el verso alargando o acortando las sílabas para adaptarse al contrapunto, desgarramiento de la poesía. Y no me han convencido sólo para que no aprecie ese tipo de música, sino para que me atenga a esa forma tan alabada por Platón y otros filósofos que afirmaron que la música no es otra cosa que la palabra y el ritmo y para que intente que esta pueda entrar en la inteligencia de los demás y producir esos maravillosos efectos que admiran los escritores y que no podían producirse por medio del contrapunto en la música moderna, especialmente al cantar un solo acompañado de cualquier instrumento de cuerda, de tal forma que no se entendía ninguna palabra a lo largo de una multitud de pasajes, tanto en las sílabas breves como en las largas y en todo tipo de música, aunque por medio de estos fuesen ensalzados y aclamados por el pueblo como excelentes cantantes. Puesto que ya se ha visto, como yo digo, que esa música y esos músicos no ofrecían otro deleite aparte del que podía ofrecer la armonía al oído solo, ya que no podían activar la mente sin la inteligencia de las palabras, se me ocurrió introducir un tipo de música a través del cual otra persona pudiese hablar casi musicalmente, utilizando en él (como otras veces lo he dicho) una cierta y noble soltura en el canto, pasando a veces por algunas falsas y manteniendo, sin embargo, la cuerda del bajo fija, a menos que yo quisiera seguir el uso común con las partes centrales de que sean tocadas por un instrumento para expresar algún afecto, no siendo buenas para otra cosa. Así di principio en aquellos tiempos a aquellos cantos para una voz sola…

Claudio Monteverdi (1567-1643), Madrigales guerreros y amorosos (Libro octavo de madrigales, Venecia, 1638)

Claudio Monteverdi es el principal compositor del barroco temprano; comenzó a componer a los diecisiete años, todavía en un estilo heredero del Renacimiento; destacó en principio como madrigalista, aunque posteriormente fue un compositor esencial en el nacimiento de la ópera y en el desarrollo de la música vocal tanto profana como religiosa.

En este texto, del prólogo a su octavo libro de madrigales, Monteverdi presenta ideas relacionadas con la retórica musical, especialmente su desarrollo de lo que llamó stile concitato, que tendría un amplio uso en compositores de su época y posteriores.

Considero yo que nuestras pasiones o afectos principales son tres: ira, templanza y humildad o súplica, como bien afirman los mejores filósofos y la misma naturaleza de la voz, que la encontramos alta, baja y media; y como la música lo indica claramente en estos tres términos: agitado, suave y moderado. No he podido encontrar en todas las composiciones de los compositores pasados ejemplos del género agitado, pero sí del suave y el moderado; sin embargo es un género descrito ya por Platón en el tercer libro de la Retórica. […] Y sabiendo que lo que conmueve más nuestro ánimo son los contrarios, y que este conmover es el fin que debe tener la buena música, como afirma Boecio […], me puse a buscarlo, con no poco trabajo y fatiga por mi parte.

[…] Y habiendo visto en un principio el éxito en esta imitación de la ira, continué investigando más y con mayor empeño, e hice varias composiciones tanto religiosas como de cámara; y este género fue tan grato a los compositores de música, que no solo lo han alabado de palabra, sino que también, a imitación mía, lo han mostrado en sus obras, para gran gusto y honor mío. Por tanto, me ha parecido bien hacer saber que partió de mí la investigación y la primera prueba de este género tan necesario al arte musical, sin el cual puede decirse con razón que ha estado hasta ahora imperfecta, no habiendo tenido más que dos géneros, el suave y el moderado.

La Seconda prattica

Aunque pertenece a la misma generación que Giulio Caccini, el compositor de Bolonia Giovanni Maria Artusi, al contrario que aquel, defiende las técnicas de composición renacentistas (las expuestas por Zarlino) frente a las innovaciones de su época. Artusi ha pasado a la historia más como polemista que como compositor; fue el iniciador de una famosa controversia que lo enfrentó a Claudio Monteverdi, en la que participaron, además de ambos compositores, el hermano de este último, Giulio Cesare Monteverdi, y otros músicos del momento. El punto central de la discusión era la distinta consideración que merecía a los músicos de la época el uso del cromatismo y las disonancias en los madrigales de fines del XVI y comienzos del XVII, que actualmente suelen relacionarse con el movimiento cultural y artístico del Manierismo.

Artusi publicó en 1600 un primer «panfleto» contra Monteverdi, al que este respondió de palabra y en manuscrito; Artusi replicó en un segundo escrito, de 1603. Monteverdi expuso su opinión en la introducción a su quinto libro de madrigales, de 1605, y más tarde fue su hermano quien expuso con detalle sus ideas en el prólogo a los Scherzi musicali de Claudio, en 1607.

Giovanni Maria Artusi (h.1540-1613), L’Artusi, overo Delle imperfettione della moderna musica (Venecia, 1600)

Ayer, después que hube dejado a V.S., me dirigí a la plaza y allí fui invitado por algunos caballeros a escuchar ciertos madrigales nuevos. Y así, llevado de la cortesía de los amigos y de la novedad de las composiciones, fuimos a casa del Sr. Antonio Goretti, noble ferrarés, joven virtuoso y amante de los músicos más que ningún otro que haya conocido hasta ahora: allí encontré a los Sres. Luzasco e Ipolito Fiorini, hombres señalados con los que se han educado muchos espíritus nobles y de la música conocedores. Se cantaron una y dos veces, pero se calló el nombre del autor: era la tesitura no ingrata, si bien como V.S. verá introduce nuevas reglas, nuevos modos y nueva frase del decir; pero son ásperos y poco agradables al oído, y no pueden ser de otro modo porque faltan a las buenas reglas, en parte fundadas en la experiencia madre de todas las cosas, en parte especuladas por la naturaleza y en parte demostradas por la demostración, por lo que hay que creer que sean cosas deformes respecto a la naturaleza y propiedad de la armonía y alejadas de los fines del músico, que como ayer dijo V.S. es el deleite.

Giovanni Maria Artusi, Seconda parte dell’Artusi overo Delle imperfettioni della moderna musica (Venecia, 1603)

Es verdad que en vuestra segunda práctica nueva, a aquellos que (utilizando vuestras palabras) actúan contra la naturaleza y confunden las cosas y las reglas de nuestros antepasados, los consideráis los mejores y los más elevados ingenios, y con tal medio creéis que vos y ellos os inmortalizaréis, y os engañáis. Tratan todos los autores en imitar a la naturaleza, y cuantos filósofos son y han sido no piensan ni filosofan sino en torno a las operaciones por ella realizadas. ¿Y vos alabáis a aquellos que obran contra la naturaleza? ¿Y llamáis artificios, adornos, supuestos, engaños y acentos a las cosas hechas por ellos?

[…] Aquellos [buenos compositores] utilizan las alteraciones sostenido y bemol según su naturaleza y estos [los modernos] las utilizan contra la misma. Aquellos usan las disonancias en su modo normativo y estos sin norma. Aquellos por salto adoptan los intervalos que son naturales de quinta y de cuarta y estos todo lo contrario; aquellos no creen que una nota pueda ser puesta en lugar de otra, como hacen estos; aquellos en el modo de unir las consonancias disponen el orden y el progreso en un modo y estos todo lo contrario. Por lo que de principio a fin estos son contrarios a aquellos. Si aquellos son siempre admirados por su belleza, hermosura, bondad y dilección, deseándose siempre oírlos, estos es menester que no sean deseados por este efecto, sino por efecto contrario; y habrá que reír, burlarse y llenarse de desprecio al considerar la locura de hechos tan caprichosos, los cuales, pensando que sus cantilenas generan nuevo concepto y nuevo afecto, engendran nueva náusea, nuevo desprecio, porque llevan consigo nueva confusión, al estar llenas de cosas que confunden lo bueno y lo bello de la música, pero ¿qué digo nueva náusea y nuevo desprecio? Náusea y desprecio de lo más viejo, rancio y maloliente, como comercio de especias de mala calidad […]

Claudio Monteverdi, Quinto Libro dei Madrigali (1605)

No os asombre que yo dé a la imprenta estos madrigales sin responder antes a las críticas que hizo Artusi contra algunas mínimas partes de ellos, porque estando yo al servicio de Su Alteza Serenísima de Mantua no soy dueño del tiempo que a veces necesito: no obstante he escrito la respuesta para hacer saber que yo no hago las cosas por casualidad, y cuando haya sido revisada saldrá a la luz bajo el título de Seconda prattica, overo Perfettione della moderna musica, de lo que quizá algunos se maravillarán al no creer que exista otra práctica que la enseñada por Zarlino; pero estén seguros que en torno a las consonancias y disonancias existe otra consideración diferente a la determinada, la cual con el sosiego de la razón y del sentido defiende el moderno componer, y he querido deciros esto para que esta voz de Seconda prattica no fuese utilizada por otros, porque los ingeniosos pueden entre tanto considerar otras segundas cosas en torno a la armonía, y creed que el moderno compositor construye sobre los fundamentos de la verdad. Sed felices.

La Querelle des bouffons

Jean Philippe Rameau (1683-1764), Tratado de armonía reducida a sus principios naturales (1722)

El compositor francés Jean Philippe Rameau, nacido en Dijon, se dio a conocer en los medios musicales parisinos con casi cuarenta años, al publicar su Tratado de armonía, que tuvo un éxito inmediato. Diez años después compuso su primera ópera, Hyppolite et Aricie y se convirtió en el principal operista francés de su época; compuso unas treinta óperas.

El Tratado es la primera exposición teórica de la armonía tonal, y supone la consagración definitiva del sistema de la tonalidad, que se había desarrollado en los cien años anteriores gracias principalmente a la técnica del bajo continuo.

Parece en principio que la armonía proviene de la melodía, pues la melodía que produce cada voz se convierte en armonía por la unión de ellas; pero previamente se ha debido determinar un camino a cada una de estas voces, para que puedan concordar juntas. Así, sea cual sea el orden que se observe en cada parte en particular, será difícil, por no decir imposible, que formen en conjunto una buena armonía si este orden no les es dictado por las reglas de la armonía. Sin embargo, para hacer ese todo armónico más inteligible, se comienza por enseñar la manera de hacer un canto; y suponiendo que se haga en esto algún progreso, las ideas que pudieran tenerse sobre ello se desvanecen cuando se trata de añadir otra parte y ya no se domina el canto; y cuando se intenta buscar el camino que debe tener una parte en relación a otra se pierde de vista lo que uno se había propuesto, o al menos se ve uno obligado a cambiarlo; y la sujeción a la primera parte no nos permite siempre dar a las otras un canto tan perfecto como se pudiera desear. Es entonces la armonía quien nos guía, y no la melodía. Es cierto que un músico competente puede proponerse un canto bello, conveniente a la armonía; pero ¿de dónde le viene esta feliz facultad? ¿No habrá contribuido la naturaleza? Tal vez; y si por el contrario le ha negado este don, ¿cómo puede tener éxito? Solamente con las reglas; ¿y de dónde sacamos estas reglas? Es lo que debemos ver.

Jean Jacques Rousseau (1712-1778), Ensayo sobre el origen de las lenguas (1754)

Además de filósofo ilustrado y pedagogo, Jean Jacques Rousseau fue también músico, autor de varias óperas (como Le devin du village) y otras composiciones; escribió también los artículos sobre música de la Enciclopédie y publicó un importante Diccionario de música. Entre muchos otros escritos, Rousseau plantea sus ideas sobre la música en su Ensayo sobre el origen de las lenguas, que se inserta en el contexto de la Querelle des Bouffons.

Nadie duda de que el hombre es modificado por sus sentidos; pero, lejos de distinguir las modificaciones, confundimos las causas; damos muy poca importancia a las sensaciones; no vemos que con frecuencia nos afectan no solo como sensaciones, sino como signos o imágenes, y que sus efectos morales tienen también causas morales. Al igual que los sentimientos que la pintura nos provoca no vienen de los colores, el dominio que la música ejerce sobre nuestras almas no es obra de los sonidos. Unos colores bellos bien matizados agradan a la vista, pero ese placer es solamente sensación. Es el dibujo, es la imitación lo que da a esos colores vida y alma: son las pasiones que expresan lo que nos emociona; son los objetos que representan lo que nos provoca afectos. El interés y el sentimiento no dependen de los colores; los trazos de un cuadro emocionante también nos emocionan en una estampa: quitad esos trazos del cuadro, y los colores ya no serán nada.

La melodía hace en la música exactamente lo que hace el dibujo en la pintura; es ella la que marca los trazos y las figuras, en las que los acordes y los sonidos son solo los colores. Se me dirá que la melodía no es más que una sucesión de sonidos. Sin duda; pero el dibujo no es tampoco más que una composición de colores. Un orador se sirve de la tinta para trazar sus escritos; ¿quiere esto decir que la tinta es un líquido elocuente?

Imaginad un país donde no tengan idea alguna de dibujo, pero donde mucha gente, a base de combinar, mezclar y matizar los colores, creyera ser excelente en la pintura. Esta gente pensaría de nuestra pintura lo que nosotros pensamos de la música de los griegos. Cuando se les hablara de la emoción que nos causan bellos cuadros y del encanto de enternecerse ante un tema patético, sus sabios profundizarían inmediatamente en el asunto, comparando sus colores con los nuestros, examinarían si nuestro verde es más suave, o nuestro rojo más brillante, investigarían qué combinaciones de colores pueden hacer llorar, cuáles pueden provocar la cólera; los Burette de ese país parecerían fragmentos desfigurados y andrajosos de nuestros cuadros; y se preguntarían con sorpresa qué hay de maravilloso en ese colorido.

Si en alguna nación vecina empezaran a formar algún trazo, algún esbozo de dibujo, alguna figura aún imperfecta, todo eso pasaría por garabato, por una pintura caprichosa y barroca; y para conservar el gusto dependerían de esa belleza simple, que realmente no expresa nada, pero que brilla con bellos matices, con grandes superficies coloreadas, con amplios degradados de colores sin trazo alguno.

Por último, tal vez a base de progreso llegarían al experimento del prisma. En seguida algún artista célebre establecería allí un bonito sistema. Señores, diría, para filosofar bien hay que remontarse a las causas físicas. He aquí la descomposición de la luz: he aquí todos los colores primitivos; he aquí sus relaciones, sus proporciones; he aquí los verdaderos principios del placer que os produce la pintura. Todas esas palabras misteriosas —dibujo, representación, figura— son pura charlatanería de pintores franceses, que piensan que con sus imitaciones producen no sé qué movimientos en el alma, cuando sabemos que solo existen las sensaciones. Os dicen maravillas de sus cuadros; pero mirad mis colores.

Los pintores franceses, continuaría, han observado tal vez el arco iris; han podido recibir de la naturaleza una inclinación al matiz y un instinto del colorido. Pero yo os he mostrado los grandes, los verdaderos principios del arte. ¿Qué digo del arte? De todas las artes, señores, de todas las ciencias. El análisis de los colores, el cálculo de las refracciones del prisma, os dan los únicos informes exactos que existen en la naturaleza, la regla de todas las relaciones. En todo el universo no hay más que relación. Sabemos pues todo cuando sabemos pintar; sabemos todo cuando sabemos combinar los colores.

¿Qué diremos de un pintor tan desprovisto de sentimiento y gusto para razonar de este modo, y limitar estúpidamente a la física de su arte el placer que nos causa la pintura? ¿Qué diremos del músico que, lleno de prejuicios similares, creyera ver solo en la armonía la fuente de los grandes efectos de la música? Al primero lo pondríamos a colorear tablones y al segundo a hacer óperas francesas.

Así como la pintura no es el arte de combinar colores de manera agradable a la vista, tampoco la música es el arte de combinar sonidos de manera agradable al oído. Si solo hubiera eso, una y otra se contarían entre las ciencias naturales, y no entre las bellas artes.

Es solo la imitación lo que las eleva a ese rango. Ahora bien, ¿qué es lo que hace de la pintura un arte admirado? El dibujo. ¿Y qué hace lo mismo de la música? La melodía.

La música como discurso

Johann Joachim Quantz (1697-1773), Ensayo sobre la enseñanza de la flauta travesera (Berlín, 1752)

El flautista y compositor Johann Joachim Quantz fue músico de corte del rey Federico II de Prusia, flautista aficionado y mecenas de la música. Es uno de los compositores más destacados de mediados del XVIII. Junto a su labor como compositor e intérprete desarrolló una importante tarea didáctica que se plasma en su Ensayo sobre la enseñanza de la flauta travesera, uno de los tres grandes tratados didácticos de la época, junto al de tecla de Carl Philipp Emanuel Bach y el de violín de Leopold Mozart.

La expresión en música puede compararse a la de un orador. El orador y el músico tienen ambos el mismo propósito, tanto en lo que se refiere a la composición de sus producciones como a la expresión en sí misma. Ambos quieren dominar los corazones, excitar o apaciguar los movimientos del alma, y hacer pasar al oyente de una pasión a otra.

Sabemos bien cuáles son los efectos que produce sobre los espíritus de los oyentes un discurso bien pronunciado: por otra parte, no ignoramos cuánto daño puede hacer a un discurso, por muy bien escrito que esté, una mala declamación. Sabemos también que, si el mismo discurso debe ser pronunciado por diversas personas, preferimos siempre oírlo por uno que por otro. Lo mismo ocurre con la expresión musical, de manera que si una pieza es cantada o tocada por diferentes personas produce siempre efectos diferentes.

Se le pide a un orador que tenga la voz fuerte, clara y limpia; la pronunciación nítida y perfectamente buena; que no junte las letras y no se las coma; que aplique una diversidad agradable en los tonos de la voz y las palabras; que evite la uniformidad en la declamación; que haga escuchar el tono de las sílabas y las palabras ya con fuerza, ya con dulzura, rápida o lentamente; que eleve la voz en ciertas palabras que exigen fuerza, y que sepa moderarla en otras; que exprese cada pasión con el tono de voz apropiado; que se ajuste a la dimensión del lugar donde habla; en fin, que se sujete a todas las reglas que hacen triunfar los talentos de la elocuencia. Es necesario, por consiguiente, que observe cuidadosamente los preceptos que ha establecido su arte para hacer sentir la diferencia que hay entre un discurso fúnebre, un panegírico, un discurso jocoso y un discurso serio, etc. Por último, a todas estas cualidades hay que unir la de tener una apariencia agradable.

Tras haberme extendido sobre la necesidad de una buena expresión y sobre los defectos que se cometen a este respecto, intentaré demostrar que todo esto de lo que acabo de hablar debe encontrarse también en la buena expresión musical.

El buen efecto de la música depende casi tanto de los intérpretes como de los compositores. La mejor composición puede ser arruinada por una mala expresión, y una composición mediocre mejora con una buena expresión.

Carl Philipp Emanuel Bach (1714-1788), Ensayo sobre la verdadera manera de tocar instrumentos de teclado (1753)

Carl Philipp Emanuel Bach era hijo de Johann Sebastian Bach y ahijado de Georg Philipp Telemann. Fue el compositor más influyente y admirado de mediados del XVIII. Su actividad profesional se desarrolló principalmente en dos ámbitos: primero como músico de la corte prusiana en Berlín, junto a Quantz; después, tras la muerte de su padrino, en el puesto que este dejaba vacante como director musical en la ciudad de Hamburgo.

CPE Bach es el compositor más representativo del Empfindsamer Stil o ‘estilo sentimental’, la alternativa germánica al style galant francés; ambas corrientes suponen conjuntamente la superación del barroco y la iniciación del clasicismo musical. El estilo sentimental influyó en la corriente musical relacionada con el Sturm und Drang, en la segunda mitad del XVIII, y es un precedente de las ideas que darán lugar al Romanticismo.

Es sin duda un prejuicio pensar que el mérito de quien toca instrumentos de teclas consiste en la mera velocidad. Un ejecutante puede tener los dedos más ágiles del mundo, poseer el trino simple y doble, dominar el arte de la digitación, leer normalmente de un vistazo cualquier clave y transportar de una tonalidad a otra inmediatamente y sin la más mínima dificultad, tocar décimas e incluso doceavas, ejecutar vuelos de notas y saltos cruzados de todos los modos posibles, y más cosas aún; y pese a todo esto no ser un intérprete realmente claro, agradable o emocionante. No es difícil encontrar técnicos, ejecutantes hábiles de profesión que posean todas estas dotes y que nos asombren con su capacidad, pero sin tocar nuestra sensibilidad: asombran el oído sin satisfacerlo y aturden la mente sin conmoverla. Diciendo esto, no trato de desacreditar la habilidad en leer de un vistazo; en realidad, la destreza es digna de alabanza y yo aconsejo que se la tenga en cuenta. Pero un mero técnico no puede querer situarse en un mismo plano que quien con la mañosidad de sus movimientos sabe influir en el oído más que en el ojo y en el corazón más que en el oído, conduciéndolo allí donde quiere. […]

Un músico no puede emocionar a los demás si no se emociona él mismo. Es indispensable que sienta todas las emociones que espera hacer surgir en sus oyentes, porque de esta manera la revelación de su sensibilidad estimulará en los demás una sensibilidad semejante. En los pasajes lánguidos y tristes se hará lánguido y triste, y esto deberá oírse y verse. Asimismo, en pasajes apasionados y alegres deberá sumergirse en el estado de ánimo adecuado; y así, variando constantemente las pasiones, apenas silenciada una, hará surgir otra. Y observará esta obligación sobre todo en las piezas de naturaleza expresiva, derive esta de él mismo o del autor: en el segundo caso, debe estar seguro de hacer suya la emoción sentida por el compositor al escribir el trozo. […] Si la pieza es ejecutada por alguien que tenga sentimientos delicados y sensibles, que sepa lo que es una buena ejecución, el compositor se dará cuenta, con sorpresa, de que en su música hay más de lo que él mismo había supuesto: una buena ejecución puede mejorar una pieza de valía mediocre y sacar de ella el mejor partido.

La estética musical

Immanuel Kant (1724-1804), Crítica del juicio (1790)

La Ilustración, principal corriente de pensamiento del XVIII, alcanza su cima con el alemán Immanuel Kant, iniciador de la corriente del Idealismo, que tendrá su desarrollo en los primeros años del Romanticismo. Junto a sus dos grandes obras, Crítica de la razón pura y Crítica de la razón práctica, destaca su Crítica del juicio, en que se plantean por primera vez cuestiones de filosofía del arte; esta tarea la continuará su discípulo Hegel en su Estética.

Después de la poesía, yo colocaría, si se considera el atractivo y la emoción del espíritu, un arte que se aproxima principalmente a las artes de la palabra, y que se puede juntar a ellas muy naturalmente, a saber, la música. En efecto; si este arte no habla más que por medio de sensaciones sin conceptos, y por consiguiente, no deja, como la poesía, algo a la reflexión, mueve, sin embargo, el espíritu de una manera más variada y más íntima, aunque más pasajera; pero es más bien un goce que una cultura (el juego de pensamientos que excita no es más que el efecto de una asociación en cierto modo mecánica), y a los ojos de la razón, tiene menos valor que ninguna de las demás bellas artes. También necesita, como todo goce, mucha variedad, y no puede repetir muchas veces la misma cosa sin causar fastidio. He aquí como se puede explicar el atractivo de este arte, que se comunica tan universalmente. Toda expresión toma en la palabra un tono apropiado a su significación; este tono designa más o menos una afección del que habla, y la excita también en el oyente, y esta afección a su vez despierta en este la idea expresada en la palabra por este tono. La modulación es, pues, para las sensaciones como una lengua universal, inteligible para todo hombre. Por lo que la música la emplea en toda su extensión, y así conforme a la ley de la asociación, comunica universalmente las ideas estéticas que se hallan ligadas a ella naturalmente. Mas como estas ideas estéticas no son conceptos ni pensamientos determinados, la forma de la composición de estas sensaciones (la armonía y la melodía), solo sirve, en lugar de la forma del lenguaje, por un acuerdo proporcionado, para expresar la idea estética de un todo bien ordenado, comprendiendo una cantidad inexplicable de pensamientos, conforme a cierto tema que constituye el afecto dominante de la pieza. Este acuerdo descansa sobre la relación del número de las vibraciones del aire en tiempos iguales, en tanto que los tonos formados por estas vibraciones se hallan ligados simultánea o sucesivamente, y por consiguiente pueden ser reducidos matemáticamente a reglas ciertas. […]

Mas lo que hay de matemático en la música no tiene ciertamente la menor parte en el atractivo y la emoción que la misma produce, esto no es allí más que la condición indispensable (conditio sine qua non) de esta proporción, en el enlace como en la sucesión de las impresiones, que permite reunirlas, impidiéndoles destruirse recíprocamente, por la cual aquellas se conciertan para producir, por medios de afecciones correspondientes, un movimiento, una excitación continua del espíritu, y, por lo tanto, un goce personal duradero.

Si, por el contrario, se estima el valor de las bellas artes conforme a la cultura que dan al espíritu y se toma por medida la extensión de las facultades que en el juicio deben concurrir para el conocimiento, la música ocupa entonces el último lugar entre las bellas artes, puesto que no es más que un juego de sensaciones (mientras que por el contrario, a no considerar más que el placer, es quizá la primera).